El final del principio

Los roles que han dominado nuestras vidas son aquellos en los que no reparamos. Las necesidades que nos arrastran de un modo más implacable son aquellas de las que somos menos conscientes. Para ser felices y libres hemos de ver los roles que desempeñamos por lo que son, y sacar a la luz del día nuestras necesidades ocultas.
El primer escollo en esa búsqueda es el de suponer que ya nos conocemos, que conocemos nuestros motivos, que sabemos por qué nos sentimos de este modo frente a las circunstancias y la gente que nos rodea. Para poder progresar, necesitamos tener una mente más abierta. Para descubrir la verdad en sí mismo, se debe dejar de insistir en que ya la conozco. Nunca quitaremos la barrera del camino si no logramos verla tal y como es. ¿Sabemos cuál es esa barrera? Esa barrera es la imagen que tenemos de nosotros mismos, de quienes creemos que somos. La persona que creo que soy mantiene encerrada a la persona que soy en realidad, sin luz ni comida ni amigos. La persona que creo que soy ha estado tratando de asesinar a la persona que soy en realidad desde el nacimiento de ambas. La persona que creo que soy está aterrorizada de la persona que soy en realidad, aterrorizada de lo que los demás puedan pensar de esa persona. ¿Qué me harían si supieran qué clase de persona soy realmente? ¡Es mejor estar a salvo! ¡Es mejor esconder la persona real, matar de hambre a la persona real, enterrar a la persona real!
¿Cuándo empieza todo? ¿Cuándo nos convertimos en ese conjunto de gemelos disfuncionales: la persona inventada en nuestra cabeza y la persona real encerrada y agonizante? Creo que empieza muy pronto. Leed esta historia y disculpad quienes ya la haya oído/leído contar antes:
Un día, a la edad de nueve años, cuando me iba a la escuela, mi madre me dio un billete de veinte para que hiciera unas compras al volver a casa por la tarde: una botella de leche y una barra de pan. Cuando salí de la escuela a las tres, me detuve en un pequeño puesto que había junto al patio de la escuela y me compré algo antes de hacer su recado. Era un lugar al que iban algunos de los chicos después de clase. Puse el billete sobre el mostrador para pagar, pero antes de que el vendedor lo cogiera para cobrar y darme el cambio, uno de los otros chicos se acercó y lo vio: “Eh, tú, ¿de dónde has sacado ese billete?”, dijo. El chico era el más fuerte del curso. Yo tenía nueve años, y él, once. Había repetido dos veces y daba miedo, no era alguien con el que debería salir o hablar siquiera. Se metía en un montón de peleas, y contaban que se colaba en casas ajenas para robar. Cuando me preguntó de dónde había sacado el dinero, iba a decirle que me lo había dado mi madre para comprar leche y pan, pero temía que se burlara de mí, que me llamara niño de mamá, y quise decir algo que lo impresionara, así que dije que lo había robado. Me miró con interés, lo cual me hizo sentir bien. Entonces me preguntó a quién se lo había robado, y le dije lo primero que se me ocurrió. Le dije que se lo había robado a mi madre. El asintió, sonrió y se alejó. Bueno, yo me sentí aliviado e incómodo al mismo tiempo. Al día siguiente, me había olvidado. Pero al cabo de una semana, se me acercó en el patio y me dijo: “Eh, ¿has robado más dinero a tu madre?”. Le dije que no. Y él me contestó: “¿Por qué no le robas otros veinte?”. Yo no sabía qué decir, me limité a mirarlo. Entonces él puso una sonrisa que daba miedo y me soltó: “Róbale otros veinte y dámelos, o le contaré a tu madre que le robaste la semana pasada”. Sentí que se me helaba la sangre. Sentí pánico. Imaginaba que acudía a mi madre y le contaba que le había robado. Lo absurdo de aquello (lo improbable que era que ese pequeño gángster se acercara a mi madre) nunca se me ocurrió. Mi mente estaba demasiado sobrecargada de miedo: miedo a que se lo contara y miedo a que mi madre lo creyera. No tenía ninguna confianza en la verdad. Así pues, en este estado de pánico irreflexivo, tomé la peor decisión posible. Robé veinte del bolso de mi madre esa noche y se los di a él al día siguiente. Por supuesto, la semana siguiente me volvió a pedir lo mismo. Y también la siguiente. Y así sucesivamente durante unas semanas, hasta que por fin mi padre me pilló in fraganti mientras cerraba el cajón de la cómoda de mi madre con un billete de veinte en la mano. Confesé. Les conté a mis padres toda la historia horrible y vergonzosa. Pero la cosa empeoró. Llamaron al director y me llevaron a la dirección de la escuela para que volviera a contar la historia. Al día siguiente, el director nos hizo acudir otra vez para que nos reuniéramos con el pequeño chantajista y con sus padres, y volver a contar la historia. Ni siquiera eso fue el final. Mis padres me dejaron sin paga semanal durante un año para que les devolviera el dinero robado. Cambió la forma en que me veían. El chantajista inventó una versión de los hechos para contársela a todo el mundo en la escuela. Tal historia lo dejaba a él como a una especie de Robin Hood, y a mí, como una rata chivata. Y de cuando en cuando, me hacía una mueca gélida que sugería que algún día podría empujarme desde el tejado de un bloque de pisos.
¡Qué chulo manipulador! Cuando me acordaba de ese lío, mi siguiente idea era siempre: “¡Qué chulo!”. Era todo lo que podía pensar. Eso es exactamente lo que era. Pero yo nunca pasé de lo que él era para preguntarme qué era yo. Era tan obvio lo que era él que nunca me pregunté lo que era yo. ¿Quién era aquel niño de nueve años y por qué hizo lo que hizo? No basta con decir que estaba asustado. ¿Asustado de qué, exactamente? ¿Y quién se creía que era?
Cuando pensaba en mí, a la edad de nueve años, me imaginaba como una víctima, una víctima de chantaje, una víctima de su propio deseo inocente de amor, admiración, aceptación. Lo único que quería era caerle bien al chico grande. Era una víctima de un mundo cruel. Pobre niño, pobre ovejita en las fauces de un tigre. Pero ese niño era también algo más. Era un mentiroso y un ladrón. Mintió cuando le preguntaron de dónde había sacado el dinero. Aseguró que era un ladrón para impresionar a alguien al que suponía un ladrón. Luego, enfrentado a la amenaza de que lo acusaran de ladrón ante su madre, se convirtió en un ladrón real antes de que ella pensara que lo era. Lo que más le preocupaba era controlar lo que la gente pensaba de él. En comparación con lo que pensaban los demás, no le importaba mucho si era un mentiroso o un ladrón, ni qué efecto tendría su conducta en la gente a la que mentía o robaba. Dejad que lo exprese de este modo. No le importaba lo suficiente para impedir que mintiera o robara. Sólo le importaba lo suficiente para corroerle como ácido su autoestima cuando mentía y robaba. Únicamente le importaba lo suficiente para hacer que se odiara a sí mismo y deseara estar muerto.
Ahora, elaboremos una lista de gente a la que no soportamos, de gente con la que estamos enfadad@, de gente que nos ha hecho daño, y preguntémonos: “¿Cómo llegué a esta situación? ¿Cómo me metí en esta relación? ¿Cuáles eran mis motivos? ¿Qué le habrían parecido mis acciones en la situación a un observador imparcial?”. No nos centremos en las cosas terribles que hizo la otra persona. No buscquemos a alguien a quien culpar. Eso lo hemos hecho toda la vida y no nos ha llevado a ninguna parte. Lo único que logramos fue una lista larga e inútil de gente a la que culpar por todo lo que nos fue mal. La verdadera pregunta, la única pregunta que importa es: “¿Dónde estábamos en todo esto? ¿Cómo abrimos la puerta que daba a la habitación?”. Cuando tenía nueve años abrí la puerta a mentir para ganar admiración. ¿Cómo abristeis vosotros la puerta?
¿No ocurre en ocasiones que una persona mala hace algo terrible a una persona inocente, entra en su casa y roba, por ejemplo? Eso no sería culpa de la persona inocente, ¿no? Les ocurren cosas malas a buenas personas. Pero esas buenas personas no se pasan el resto de sus vidas sintiendo rabia y reproduciendo una y otra vez su resentida cinta de vídeo del robo. Las confrontaciones personales que más nos inquietan, aquellas de las que no podemos desprendernos, son en las que desempeñamos un papel que no estamos dispuestos a reconocer. Por eso el dolor dura, porque nos negamos a mirar su fuente. No podemos separarnos, porque nos negamos a mirar al punto de vinculación. El peor dolor en nuestras vidas procede de los errores que nos negamos a reconocer: cosas que hemos hecho que están tan en desarmonía con quienes somos que no podemos contemplarlas. Nos convertimos en dos personas en una sola piel, dos personas que no se soportan. El mentiroso y la persona que desprecia a los mentirosos. El ladrón y la persona que desprecia a los ladrones. El adúltero y la persona que desprecia el adulterio. El defraudador y la persona que detesta el fraude... No hay dolor como el dolor de esa batalla, que arde bajo el nivel de conciencia. Salimos corriendo para huir, pero corre con nosotros. Allá adonde vayamos, la batalla nos acompaña.
Haced lo que os he dicho. Confeccionad una lista de personas a las que culpemos por problemas de nuestra vida. Cuanto más enfadados estemos con ellos, mejor. Anotad sus nombres. Cuanto más convencidos estemos de nuestra propia inocencia, mejor. Anotad lo que hicieron y cómo nos hirieron. Luego preguntémonos cómo abrimos la puerta. Si nuestra primera idea es que este ejercicio no tiene sentido, preguntémonos por qué estamos tan ansiosos de rechazarlo. Recordad que no se trata de absolver a otras personas de sus culpas. No tenemos poder para absolverlas. La absolución corresponde a Dios, no a nosotros. Nuestra tarea se reduce a una pregunta: “¿Cómo abrimos la puerta?”.
¿Cómo abrí yo la puerta? La felicidad para el resto de nuestras vidas depende de lo honradamente que respondamos esta pregunta.
Dicotomía se refiere a una división, una dualidad con algo. Su uso sirve para describir los conflictos internos. Los seres humanos estamos cargados de conflictos internos. Forman nuestras relaciones, crean nuestras frustraciones, arruinan nuestras vidas. El conflicto más simple es el conflicto entre la forma en que nos vemos nosotros mismos y la forma en que nos ven los demás. Por ejemplo, si estamos discutiendo y tú me gritas, vería la causa en tu incapacidad de controlar tu temperamento. En cambio, si yo te grito a ti, no veré la causa en mi temperamento, sino en tu provocación, algo en ti frente a lo cual mi grito es una respuesta apropiada.
Parece que tendemos a creer que mi situación causa mis problemas y, en cambio, es tu personalidad la que causa los tuyos. Esto crea problemas. Mi deseo de tenerlo todo a mi manera parece tener sentido, mientras que tu deseo de tenerlo todo a tu manera parece infantil. Un mejor día sería uno en el que yo me sienta bien y tú te comportes mejor. La forma en que veo las cosas es la forma en que son. La forma en que las ves tú está sesgada por tus planes.
Esto es sólo el principio. La mente es una masa de contradicciones y conflictos. Mentimos para conseguir que otros confíen en nosotros. Escondemos nuestro verdadero ser en una persecución de la intimidad. Perseguimos la felicidad de formas que nos alejan de ella. Cuando nos equivocamos, luchamos a brazo partido por demostrar que tenemos razón: No hay dolor peor que tener a dos personas viviendo en un cuerpo.
Adaptación libre de un libro. Adecuado para el momento en Castellnou de Bages (Barcelona) 8/XII/12

No hay comentarios: